Hasta hace relativamente pocos años, cuando aparecía publicado algún error en los medios impresos, se le echaba la culpa “al linotipista” que era el encargado de transcribir lo escrito. Recibía los textos a copiar y las instrucciones para hacerlo, realizaba ese trabajo, sacaba las matrices, mandaba sacar las pruebas y si detectaba fallas, las corregía. Con la magia actual del Internet, lo que se escribe y manda desde lejos “al periódico” se inserta y aparece publicado casi de inmediato. En mi anterior colaboración al tepicense Periódico Express, escribí originalmente:
“Las fiestas religiosas en homenaje al Señor de la Misericordia, se celebran en Compostela desde hace ciento cincuenta años. Cada primer viernes del mes de diciembre ha constituido el día magno en su honor. Ése ha sido siempre el más importante en el calendario católico local y según mi versión, las de hace cincuenta años fueron las mejores, pues como dicen: cada quien narra según le fue en la feria”…Ya enviado el mensaje, quise especificar que son ciento cincuenta y cinco años exactos, y mandé la nota aclaratoria, con tan mala fortuna que el encargado de corregir, equivocadamente agregó “ciento” a los cincuenta años atrás que refiere mi narración. Imagino la botana involuntariamente servida en charola de plata… mínimo, alguien pensó: éste Polo es tan viejo que cuando comenzó a caminar lo hacía de puntitas porque la tierra todavía estaba caliente… o que: Cuando aquello de la Última Cena anduvo de jefe de meseros… o que: Comenzó a pergeñar escritos como escriba egipcio… o que: Se adelantó a Julio Verne describiendo camiones y escuelas primarias en el pueblito, ciento cincuenta años atrás. Por fortuna la nota aclaratoria existe e incluso da pie a seguir el nostálgico relato del día más importante de la cristiandad compostelense…La instalación de los juegos mecánicos año con año y únicamente para esas fechas señalaba el inicio de “la fiesta del Señor”, de la muy esperada Fiesta Religiosa del Señor de la Misericordia. Desde octubre previo, las ventas de los comerciantes locales escaseaban, pues todo mundo ahorraba para comprar en los bien surtidos y barateros puestos del inmenso tianguis que surgía frente al templo y calles aledañas cerradas a la entonces escasa circulación vehicular.
Ropa, calzado, ferretería, cobijas, juguetes, frutas frescas y cristalizadas, cajetas y dulces de todos tipos, churros, algodón de azúcar -incluido el observar como eran elaborados en la portátil centrífuga de flama intensa- y todo tipo de artesanía con hojalata como cornetitas, güijolas, silbatos y rehiletes se podía adquirir a precio atractivo.
Medio siglo hace ya, que aprendí el significado de la condición comercial oferta-demanda.
El volantín, “caballitos” o tiovivo de ese entonces, carecía de motor para su funcionamiento y el impulso lo proporcionábamos, la chiquillería designada para tal efecto. Por la parte interna de la plataforma giratoria, y asidos a una de las muchas varillas verticales de soporte, corríamos empujando fuertemente hasta lograr la velocidad aceptable y sostenida. Una vez lograda la inercia requerida, se nos permitía sentarnos rápidamente en el piso móvil mientras se conservaba buen rato el movimiento óptimo. Al disminuir la velocidad, había que reincorporarse, brincando y empujando de nuevo.
Al principio por cuatro horas de divertido trabajo se nos pagaba cincuenta centavos a cada uno. Después, éramos tantos los aspirantes a tan atractivo desempeño que había que hacerlo gratis. Ya a finales de las fiestas y por exceso de “pata de obra” para desempeñar el trabajo-paseo, se sostenía la misma cuota de cincuenta centavos pero con la diferencia de que… ¡había que pagarla!
Tal lección práctica de comercio no se da ni en la moderna carrera universitaria de Contaduría Pública, ni en la más nueva de Negocios Internacionales.
El primer viernes de diciembre el templo siempre estaba a reventar, la fervorosa romería continua comenzaba en la madrugada y concluía ya avanzada la noche. Acudía el obispo de Tepic a diversos oficios exclusivos y a la misa principal. Aquello se convertía en un maremagnum con permanente olor a incienso no apto para personas lentas ni para niños sin custodia. De los poblados cercanos acudían numerosos fieles a los servicios religiosos matutinos preferentemente, pues por la tarde tenían que regresar a sus lugares de origen, privándose de contemplar por la noche el muy elaborado “castillo” de fuegos pirotécnicos que simbólicamente daba fin a “las fiestas”. La continuidad festiva de sábado y domingo posteriores, era más bien por inercia y ya desangeladas. El sentimiento del goce pasado se combinaba con la esperanza de estar presentes al año siguiente. A tal grado llegaban las vivencias en la constreñida y cíclica vida pueblerina.En tratándose de fe religiosa practicada y convincente; y de convivencia pública afectiva, armónica y pacífica, quién concibió su: Todo tiempo pasado fue mejor, merece un monumento.
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