Fue un día que me quedó grabado por siempre, y no porque haya tomado posesión como Presidente de México, la expectativa de mejoría política en turno. Ni porque hubiera pedido perdón a los marginados y a los desposeídos por no haberlos podido sacar todavía de su postración. No, no me equivoco, estaba tomando apenas el cargo y eso fue parte de su discurso.
Lo mío fue una circunstancia que me hizo revivir en retrospectiva “turbo” mis años de infancia.
Verme arribando a Rosamorada, Nayarit para pasar las vacaciones escolares con mi abuela materna y ser recibido con abundantes y sinceras muestras de afecto por ella me causaba regocijo inmenso. Ella vivía sola y llegábamos en bola mis cuatro hermanos y yo para ver pasar los días de asueto. No había servicio de energía eléctrica y hacía mucho calor por lo que había que adecuar la “alberca” que no era otra que la pila de agua grande.
El tallado con escobeta y cepillo de raíz provocaban el inolvidable olor a lama verde revuelta con agua. Una vez llena, el placer inmenso del remanso fresco, se completaba con la vista cercana del querido árbol del que el buen amigo Arturo Ron, mezquitense hoy radicado en Cd. Del Cármen Campeche describe con tino: “Contaban los viejos de entonces -ellos tenían como cuarenta y tantos años y nosotros como diez y tantos- que el demonio envidiando los dones del Creador, se puso a hacer un árbol que fuera resistente a los vientos y tempestades; corrioso, flexible y fuerte. Terminó su jornada y solo le quedó pendiente el follaje y el fruto. Al siguiente día que regresaba a terminar su obra, cual sería su sorpresa al notar que Dios se le había adelantado y ya le había puesto las hojas, pero TODAS EN FORMA DE CRUZ. Al no poder acercarse el demonio, de lejos arrojó para implantarlos, los frutos que debería dar tal árbol, por eso el Cuastecomate echa frutos hasta en las raíces, el tronco y por todos lados... un árbol al que puede uno subirse por el tronco y se puede bajar por cualquiera de sus ramas que sin ningún problema bajarán a ras de tierra sin romperse. Nosotros con los frutos tiernos y espinas de huizache como patas, hacíamos marranitos.
Ya maduros los cortábamos, hacíamos la carga del burro y los almacenábamos en casa. Se les quitaba el cascarón y se les daba a las vacas dizque para que produjeran mas leche... ya secos, la pulpa adoptaba un color negruzco y un sabor dulce. El cascarón lo usábamos como jícara al bañarnos placenteramente en el arroyo o río”.
La apreciación a lo lejo, también se identificaba con lo narrado por el mismo autor: “Todavía cuelgan de mi mente, como colgaban de los huanacaxtles o parotas -esos impresionantes y frondosos árboles de gran tronco- los nidos de las calandrias. Se veían como morralitos, como adornos navideños, como botas de Santa Claus tejidas a mano. Las cabezas de los polluelos negros con amarillo intenso, asomaban por el agujero...”
Aquello si que era vida y lo demás remedo de la vida como dicen los que saben.
Tan querida añoranza reventó como pompa de jabón al tomar mi lugar en la guardia momentánea que le hice al féretro con el cadáver de María Vidal Torres. Mi abuelita tan querida, que falleció ese primero de diciembre de 1976. Hace veintinueve años.
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